Hay sucesos que al regresar como recuerdos, parecen más bien fragmentos de un sueño. Así fue nuestro paso por la reserva de Lençóis Maranenhses, con sus dunas de desierto inesperado y sus lagunas de agua de lluvia, fresca y transparente en una tarde en donde el sol y el viento, de buen humor, nos acariciaron sin lastimarnos. Así fueron nuestros días en Atins, un pueblito de playa en donde el río se encuentra con el mar, a las dunas les crecen arbustos con hojas grandes y flores moradas, las casitas son de adobe y palma y las calles de arena suelta en las que cuesta trabajo caminar porque los pies se hunden a cada paso. El punto más alejado de la reserva.
En Atins tuvimos la suerte de pasar unos días en el fascinante Rancho do Buna. Llegamos en lancha por el río Preguiças después de pasar por el pueblo de Mandacaru en donde encontramos a un vendedor de botellas que contenían el líquido brillante de sus ojos y por la Barra de Caburé, una franja de arena blanquísima que se dejaba querer por sus dos amores, el río discreto y sereno y el mar enfurecido y ruidoso.
Hacía muchísimo sol. Quemaba casi. Todos estaban tomando la siesta y nosotros nos mecíamos en las hamacas de manta y leíamos bajo la sombra del techo altísimo de madera y palma. Solo las pavo reales se movían silenciosas trepando por la escalera y subiéndose a los barandales, mientras él, el más hermoso, el más deseado, se deleitaba consigo mismo viéndose en el espejo, sorprendiéndose a cada mirada con su propia belleza.
Nos metimos a la alberca extrañamente quieta con el agua densa y adormecida por el calor. Una lagartija nadaba desesperadamente y sin rendirse. Ivan la salvó y la lagartija quedó en su brazo recuperando el aliento agradecida. Luego se quedó a la orilla, acompañándonos mientras nadábamos y dejándose acariciar cuando nos acercábamos a saludarla.
Bajó el sol y todos fueron saliendo poco a poco del letargo. Nosotros comíamos deliciosos camarones con leche de coco y cajú, una fruta agarrosa, dulce y ácida a la vez, que el gran Buna nos había recomendado, mientras gallinas, pollos, patos y gansos paseaban indiferentes a nuestro alrededor. A la hora del café un pato atrapó a una rana y estuvo correteando con ella mientras todos lo seguían con desenfrenado antojo de ancas.
Fuimos al mar a ver el atardecer y vimos al sol y la luna, los dos redondos como pelotas de oro y plata, platicando desde los dos extremos del horizonte. Al anochecer, los niños jugaban futbol en una cancha entre las dunas.
La última noche volvimos al rancho silencioso en donde además de todos los muchos animales, solo nos hospedábamos nosotros. Junto al comedor, había dos burros, uno grande y otro pequeño, que comían pasto del jardín mientras cenábamos. Platicamos un largo rato con la queridísima Mónica que maneja el rancho junto con Buna con todo amor e inspiración y que fue tan amable y cariñosa con nosotros. Nos despedimos agradecidos.
Nos despertamos cuando todavía era de noche para tomar un aventón en camioneta 4×4 a Barreirinhas, el pueblo fuera de la reserva en donde habíamos dejado el coche dos días antes. Al parecer, no hay muchas opciones para salir de Atins y la siguiente nos quedaba muy tarde. Nos sentamos a esperar fuera del portón de madera sobre la arena, en medio de una noche iluminada por la luna llena. Todo estaba dormido y solo se oía el silencio del viento meciendo las palmeras. Junto a nosotros pasó deslizándose sobre la arena una pequeña serpiente. Nos quedamos quietos y la vimos pasar sin decir nada. De pronto, un sapo enorme saltó junto a ella y se la comió de un bocado. Nos miró, lo miramos, dio la vuelta y se alejó lentamente dando saltos.
Al final nuestro aventón no llegó nunca y se hizo de día, pero Mónica y Buna nos mandaron con Fernando en su camioneta a recorrer la reserva de regreso, después de darnos de desayunar y de hacer un tentempié para el camino. Nos despedimos por segunda vez, con un largo abrazo.
El camino de regreso duró poco más de dos horas en una mañana cada vez más caliente. La camioneta Toyota 4×4 se movía con dificultad en medio de la arena, en senderos angostos que atravesaban matas bajas de hojas de un verde intenso y aunque Fernando era buenísimo para circular en ese terreno tan difícil, nos atascamos un par de veces. Pasamos en medio de las dunas aguantando la respiración y finalmente llegamos hasta el río, en donde nos despedimos. Cruzamos en una balsa y después de caminar unos minutos llegamos de regreso a Barreirinhas, en donde subimos al coche, despertamos, y seguimos con el camino.