Subíamos por un sendero tapizado de hojas en medio de un bosque exuberante de árboles de troncos altísimos tapizados de musgo y hongos, rodeados por helechos de hojas gigantescas con textura de piel de elefante y tallos espinosos. Y subíamos, y subíamos.
Dos horas después llegamos al mirador. Frente a nosotros estaba el Ventisquero Colgante, un glaciar clavado en la parte más alta de una montaña del que brotaba una cascada altísima que se convertía en un río decenas de metros más abajo. Nos quedamos ahí un rato, asombrados y recuperando el aliento después de la subida, empezamos el descenso.
Y así como llegamos, de pronto, dimos una vuelta y salimos de la estepa para entrar a las montañas. Se acabó la Patagonia.
Salvo porque la Patagonia no se nos va a acabar nunca.
Más de 10,000 años de distancia se acercaron a nosotros y nos hablaron. Nos dijeron que todos somos únicos y que todos dejaremos una huella en el mundo, no importa lo pálida que sea. O al menos, eso quisimos escuchar.
Llegamos a la cueva de las manos, con sus asombrosas pinturas rupestres. Las más antiguas se registran alrededor del 7300 a.C. y las más recientes son del 1350 d.C.
A lo largo de ese periodo se ven dos temas principales en las pinturas; el primero tiene que ver con escenas de caza de guanacos y choíques, que eran el sustento más importante de la gente que habitaba las cuevas. El segundo es la silueta de más de 800 manos de todos tamaños. Aunque las técnicas y maneras de representarlos cambiaron con el tiempo, los temas fueron siempre los mismos.
La zona arqueológica está protegida desde hace poco más de 30 años y se puede visitar solo con un guía, pero las pinturas se ven muy de cerca. Es muy emocionante.