Subíamos por un sendero tapizado de hojas en medio de un bosque exuberante de árboles de troncos altísimos tapizados de musgo y hongos, rodeados por helechos de hojas gigantescas con textura de piel de elefante y tallos espinosos. Y subíamos, y subíamos.
Dos horas después llegamos al mirador. Frente a nosotros estaba el Ventisquero Colgante, un glaciar clavado en la parte más alta de una montaña del que brotaba una cascada altísima que se convertía en un río decenas de metros más abajo. Nos quedamos ahí un rato, asombrados y recuperando el aliento después de la subida, empezamos el descenso.
Mientras caminábamos por la selva, Artemio, nuestro guía, siempre atento al camino, nos contaba en voz baja sobre los árboles. Pasamos junto a árboles con madera dura buena par hacer casas, árboles con madera ligera buena para hacer balsas, árboles sagrados que no se cortan nunca. Nos enseñó cortezas que curan males y enfermedades, cortezas perfumadas y cortezas que duermen o matan con su veneno fulminante.Vimos árboles parásitos que se trepan en otros árboles y los encierran hasta consumirlos, árboles esbeltos que caminan porque se mueven de lugar, árboles con ramas que guardan agua en el interior que se puede tomar. Árboles antiguos con troncos enormes que pedían abrazos, árboles jóvenes con troncos suaves para acariciar y árboles con troncos cubiertos de espinas punzantes que nos miraban altaneros mientras pasábamos cuidadosos junto a ellos.