Las casas solitarias que salpican las costas del sur de Oregon y el Norte de California son un tema. Porque están en lugares increíbles y porque son muchas. Escondidas detrás de una curva, prendidas de la orilla de un acantilado, el mar que se les mete por la ventana. El mero lujo de tener a la inmensidad como único vecino, en un país donde la inmensidad se cobra por metro cuadrado.
Ana y Jabi nos recibieron en su casa los días que esperábamos por el coche. Estuvo buenísimo verlos y la parada nos recargó de energías para la subida. Eso, y el ceviche glorioso de Ana.
Cuando Carlos y Camila estuvieron en México la primavera pasada nos contaron sobre la casa que Carlos diseñó y estaba construyendo para su familia en la Mesa, un pueblito cerca de Bogotá. Nos enseñaron las fotos de la obra y desde entonces se veía que la casa iba a ser una delicia. Cuando estuvimos en Bogotá, nos llevaron por fin a conocerla. La Mesa está a poco más de 45 minutos de la ciudad pero la casa tiene la cualidad de los espacios que son universos en sí, en donde el tiempo se disuelve y solo existe el aquí y ahora.
Pasamos una noche riquísima y a la mañana siguiente, fuimos al vivero a escoger nuestros árboles. El hermoso jardín que rodea la casa está lleno de árboles altísimos que la familia sembró muchos años antes de que la construyeran y de árboles pequeños, sembrados por los amigos que han venido a visitarla desde que la terminaron, hace poco más de un año. Escogimos un limón, una guanábana y un zapote. Los sembramos y los regamos. Se quedaron ahí echando raíces, y nosotros en parte, también.