Poco más de ocho meses, tantos kilómetros y tantas cosas después, estábamos de vuelta en Cartagena. Regresamos para mandar el coche en un barco a Galveston, Texas, desde donde vamos a seguir viajando hacia el norte hasta Alaska. Esta vez nos quedamos en el mismo lugar que la vez pasada y dejamos el coche en el mismo puerto donde lo recogimos a finales de septiembre del año pasado. Aún con todo lo que hicimos desde entonces hasta ahora y todos los lugares a donde fuimos, parecería que todo pasó tan rápido y que así, de pronto, aquí estábamos otra vez.
El tiempo pasa siempre entre parpadeos, pero lo que cambia es la intensidad de la mirada entre uno y otro. Estamos otra vez en Cartagena y parece que todo se ve igua, pero los que miramos no somos los mismos.
La vibrante capital de Bolivia, con toda su complejidad y caos, no se queda quieta un segundo. Sin hacer caso a la gravedad y a la complicación, sigue trepando, se aferra a los cerros, quiere tocar el cielo.
En Valparaíso hay muchos cerros y cada uno tiene su nombre. Está el cerro Concepción, el Alegre, Artillería, Bellavista, La Florida y como veinte más.
También están el cerro Panteón, que en su parte alta tiene un gran cementerio y el cerro Cárcel, que se llama así por la cárcel que se construyó ahí en 1854 y que funcionó hasta finales de la década de los 90. A partir de entonces el lugar se transformó en un parque y recientemente se terminó el proyecto de su nuevo y radiante centro cultural.