Como salpicadas entre las piedras. Casitas blancas con vista al mar.
Llegamos a Cabo Polonio en la tarde, justo antes del atardecer.
Habíamos dejado el coche varios kilómetros atrás, en la carretera y habíamos tomado uno de los camiones 4×4 que llevan a los visitantes a la playa (la única forma de llegar hasta el Cabo, si no se quiere hacer el recorrido caminando). El paisaje era increíble. Pasamos por un bosque, un desierto entre dunas de arena y por una playa larga y ancha de mar bravo.
Llegamos al pueblo. Casitas blancas salpicadas en una pequeña loma desde donde se veían las dos bahías del cabo, unos pocos restaurantes y posadas para dormir con luz de vela y colgantes de conchas.
De pronto, cada tanto olía a muerto. El olor dulzón y penetrante llegaba de vez en cuando con el viento, sin avisar, y lo abarcaba todo, como hace siempre el olor a muerto. Hasta el día siguiente descubrimos que venía del otro lado de la colina, junto al faro. De la increíble colonia de lobos marinos que se aparea, reproduce, vive y muere en uno de los costados del Cabo.
Había música. Grupos tocando a un lado del sendero principal del pueblo, en los restaurantes y bares. Gente tocando la guitarra y tomando mate fuera de sus casas.
Ese día hacía frío, muchísimo viento y estaba muy nublado. Al atardecer, el cielo se puso de un rojo intenso, como incendiado.
Era un lugar extraño y con mucho encanto, el Cabo Polonio.