Dejamos la tienda de campaña y nos fuimos a caminar al fondo del mar.
En Monte León, la marea se retrae kilómetros todos los días. El mar se va rápido y vuelve de pronto, a una hora distinta cada vez, por eso hay que checar las tablas de mareas cada día. Esa tarde, podíamos caminar desde las siete y media de la noche hasta pasadas las nueve.
La arena queda mojada pero compacta y las rocas quedan cubiertas de mejillones, algas y corales que esperan pacientes e inmóviles a que el agua regrese.
Los acantilados que reciben estoicos el golpe de las olas durante todo el día, quedan descubiertos como paredes de una alberca gigantesca y vacía. Caminamos hasta la isla que habíamos visto más temprano desde tierra y ahora quedaba a un lado de nosotros como una piedra inmensa, desnuda sobre la arena.
Hemos visto muchísimos santuarios en el camino, desde el norte hasta el sur de Argentina. Santuarios chiquitos y grandes a los lados de la carretera, la mayoría para el Gauchito Gil, que se reconocen desde lejos porque están llenos de banderas y listones color rojo.
Más al sur nos encontramos con los santuarios de la Difunta Correa.
Deolinda Correa vivió durante la primera mitad del s. XIX en la aldea de Tama, en la provincia de La Rioja. Era joven y hermosa y estaba enamorada de su esposo, Clemente. En 1840 durante las guerras civiles entre unitarios y federales, una tropa de soldados que viajaba rumbo a San Juan reclutó a Clemente, contra su voluntad, a unirse a la lucha armada. Deolinda, angustiada por su esposo, decidió ir tras él llevando a su hijo recién nacido con ella. Siguió el rastro de la tropa por los desiertos de la provincia de San Juan, pero después de unos días las pocas provisiones que llevaba se acabaron en el camino y se murió de cansancio y de sed debajo de un algarrobo. Días después fue encontrada por unos arrieros que descubrieron que su hijo seguía vivo, amamantándose de sus pechos que seguían dando leche. La enterraron y desde entonces es considerada milagrosa.
Los santuarios de la Difunta Correa se reconocen porque están llenos de botellas de agua que la gente deja para quitarle la sed.