Poco más de ocho meses, tantos kilómetros y tantas cosas después, estábamos de vuelta en Cartagena. Regresamos para mandar el coche en un barco a Galveston, Texas, desde donde vamos a seguir viajando hacia el norte hasta Alaska. Esta vez nos quedamos en el mismo lugar que la vez pasada y dejamos el coche en el mismo puerto donde lo recogimos a finales de septiembre del año pasado. Aún con todo lo que hicimos desde entonces hasta ahora y todos los lugares a donde fuimos, parecería que todo pasó tan rápido y que así, de pronto, aquí estábamos otra vez.
El tiempo pasa siempre entre parpadeos, pero lo que cambia es la intensidad de la mirada entre uno y otro. Estamos otra vez en Cartagena y parece que todo se ve igua, pero los que miramos no somos los mismos.
Bajó el sol y justo antes de que el día se apagara, se iluminó de mil colores.
Y a nosotros, tan pequeños, el corazón se nos hizo más grande.
Haciendo el recorrido por el observatorio, entre los telescopios, justo antes de que se metiera el sol (las que parecen cachuchas de beisbol, en realidad son cascos muy cool disfrazados de cachuchas de beisbol).
Cada atardecer, los cuatro telescopios que conforman el VLT (Very Large Telescope) abren sus compuertas y giran sus enormes espejos de 8.2 mts de diámetro para apuntar hacia el cielo. Los telescopios pueden funcionar por separado, o todos juntos, con una capacidad de recolección de luz de un único telescopio de 16 metros de diámetro, convirtiéndose en el instrumento óptico más grande del mundo.
Cada uno fue nombrado con palabras en lengua Mapuche: Antu (el Sol), Kueyen (la luna), Melipal (la Cruz del Sur) y Yepun (Venus).