Poco después de haber cruzado al Círculo Polar llegamos a un camping a pasar la noche. No había nadie. Nadie. A la entrada sólo había un buzón con sobres en donde se pagaban los doce dólares de la entrada (como en todos los campings de Yukon).
A diferencia de la tundra que nos había acompañado todo el camino, este era un oasis de pinos y árboles pequeños sobre una alfombra de hierba esponjada llena de flores moradas. Montamos la tienda de campaña y preparamos la cena. Eran poco más de las nueve de la noche pero seguía siendo totalmente de día. Todo estaba en silencio. No se oían insectos ni pájaros, nada. De pronto apareció junto a nosotros una liebre inmensa y se puso a comer de un arbusto haciendo como que no nos veía. La única visita de la noche, que seguía siendo de día. Como a las once y media nos acostamos. Empezó a llover y siguió lloviendo toda la noche. En un momento nos despertamos pensando que era de día y cuando Ivan salió a ver la hora en el reloj del coche, eran las cuatro de la mañana. La luz casi no había cambiado desde la tarde del día anterior. Nos dormimos un rato más y como a las siete nos despertaron los pájaros (parece que ellos entendían mucho más el tema del horario).
Cuando salimos de la tienda de campaña ya no llovía y unos rayos de sol se colaban entre las nubes. Todo estaba mojado y brillaba intensamente. Desayunamos y levantamos el campamento. Salimos del oasis y seguimos el camino al norte.