De lejos parecen golondrinas kamikaze que se lanzan como torpedos directo al chorro de agua. De cerca parecen aves extraterrestres con ojos gigantes. En realidad se llaman vencejos y han decidido hacer de los acantilados por donde cae el agua, el lugar en donde hacer sus nidos. Son aves totalmente aéreas, con patas débiles para caminar (si caen al suelo les es muy difícil remontar el vuelo) pero con garras fuertes que las dejan agarrarse con fuerza a lugares elevados. En caso remoto de encontrar uno tirado por la calle, lo mejor es subir a la azotea de un edificio (en caso de no haber ningún acantilado cerca) y dejarlo caer desde ahí. Entonces volará.
Llegamos al lugar de donde el agua cae,
donde se desborda y se transforma.
Toda el agua del mundo.
La caída libre.
El ruido que nunca para.
La fuerza incansable, absoluta.
Inmensa la vida. Hipnotiza el agua.
Las manos están agarradas con fuerza al barandal,
aguantando las ganas incondicionales de saltar al vacío,
de ser sólo agua.
De pronto la mariposa se suelta, vuela, fascinada.
Apenas toca el agua, desaparece. La fuerza es descomunal, arrasadora.
Se rompe el encanto, se sueltan las manos.
No hace falta saltar.
Siento el agua, contenida en el cuerpo.